jueves, 21 de mayo de 2009

UN DON DE SALVACIÓN




Capítulo 17.
UN DON DE SALVACIÓN.
No fue fácil, para nosotros, volvernos a adaptar a la vida terrestre sin más encuentros con los Hermanos. Pero no habíamos perdido el "contacto cósmico", y esto nos permitió en un primer momento elevar al cielo nuestros lamentos. Se nos había subrayado que tendríamos que dar nuestro testimonio entre los hermanos de la Tierra sin pretender ulteriores encuentros o hechos extraordinarios.
Recordaba muchas cosas que se nos habian dicho. Ahora comprendía por qué se nos había repetido: "Habréis de tener mucha fe". En realidad, tenía la impresión de haber vivido mucho tiempo inmerso en la luz y ahora me sentía abandonado en la oscuridad más tenebrosa. Comenzaba a comprender qué significa realmente en este mundo tener fe para poder caminar hacia la luz. El sufrimiento de aquellos días fue grande.
Me volvieron a la memoria algunas de sus frases como: "Sabréis, pero seréis como todos los demás", o "cualquiera que en la Tierra tuviese una experiencia como la vuestra y tuviese que volver a vivir normalmente sin nuestra ayuda, enloquecería. Pero vosotros, no temáis, no enloqueceréis. Ninguno de vosotros enloquecerá" y eso me daba un gran consuelo y fuerza interior que suavizaba notablemente mis sufrimientos.
También Tina y Paolo estaban superando la misma prueba. A veces hablábamos mucho tiempo, y Tina se deshacía en lágrimas y parecía sin consuelo. Comencé a revelar a alguna persona amiga algo de las experiencias de las que había sido protagonista con los otros. La confidencia corrió y en la ciudad se empezó a hablar de ello. No faltaron las primeras desconfianzas y los primeros sufrimientos que vinieron a añadirse a los interiores.
A Tina se le dijo que se mantuviese apartada por un periodo de tiempo.
Acompañado por Paolo, comencé a hablar a los primeros grupos de personas que querían ser puestas al corriente de las cosas sucedidas. Paolo se sentía fuerte y seguro. Por el contrario, en mí había surgido un cierto retraimiento, debido sobre todo a mi natural timidez. Entraba a las reuniones que se celebraban en distintos lugares de Génova empujado por la fuerza de Paolo. Después, cuando tenía que empezar a hablar, algo penetraba en mi ánimo, me sentía en paz, y un gran Amor hacía fluir de mi ánimo las palabras adecuadas. Después volvía a entrar en mi estado anterior, por el que hubiera querido casi ocultarme. Cuando la gente me formulaba las preguntas más variadas, recordaba cuantas les habíamos fomulado a los Hermanos venidos del Espacio. Cuántas veces había preguntado a aquel Ser angélico que nunca quiso revelarnos su vedadero nombre, Firkon, el por qué de tanta paciencia con nosotros, de todo aquel Amor increíble. Y la respuesta había sido siempre: "Dios nos ama y nosotros os amamos". Así nos sentíamos ahora impulsados a transmitir este Amor a los hermanos de la Tierra.
En los seis meses de encuentro con los Hermanos, me había hablado con frecuencia la voz del Señor. Me invitaba a recogerme en silencio en mi casa. “Abre la Biblia", decía, “y lee. Yo te diré”.
Así hacía, y mientras leía las palabras de la Escritura, El me hablaba explicándome muchas cosas. Su voz era dulce y profunda, y me extasiaba durante todo el tiempo. Me abstraía en la belleza del relato bíblico y quedaba admirado de las cosas actuales relacionadas con aquellas palabras antiguas.
Con frecuencia Lo veía en la vibración de luz coloreada en la que me había visitado una noche. A veces Lo sentía llegar por detrás de mi, y de repente una gran dulzura y una sensación de paz profunda me invadían, y la alegría corría por mi ser.
Un día, mientras meditaba en las palabras que los Hermanos nos habían dirigido poco antes, había abierto la Biblia al azar. El Señor se acercó a mí de repente y oí su voz: "He morado demasiado con quien detesta la paz. Estoy por la paz, pero cuando hablo de ella, ellos quieren la guerra." Eran las palabras del Salmo 120, titulado "Los enemigos de la paz".
Quedé turbado y pregunté de qué guerra hablaba. El respondió:
"Las verdaderas realidades son las del Espíritu, no las de la materia. Cuando yo os hablo, ante todo os digo siempre lo que concierne al Espíritu. Pero otras veces te he explicado que la materia está ligada estrechamente a la suerte del espíritu". Siguió un silencio profundo en que se hizo más clara la presencia del Señor, que ahora estaba a mi lado derecho. Con un tono grave que me pareció triste, dijo El:
"Una gran guerra, sin precedentes sobre el planeta, será solamente una pálida imagen del estrago que el enemigo hará espiritualmente con todos los hijos del Padre. El enemigo hará caer, como está escrito en el Apocalipsis de Juan, hasta las estrellas del cielo. Pero no todas. Y el Padre responderá con un Amor y con un don de Salvación sin precedentes por la Tierra".
Recordé lo que la Virgen nos había anunciado en el encuentro de la gran llanura. Comprendí que se refería al Tercer Secreto de Fátima y a los hechos que preceden al Reino de los Mil Años profetizado por Juan en el Apocalipsis. Otra vez se hizo el silencio. Veía su rostro circundado de luz. Sentía que iba a decir algo todavía y temblaba esperando. Aquel anuncio era de una gravedad única y excepcional para los hombres de la Tierra; pero lo advertía como un grandioso signo de misericordia y salvación. Continuó diciendo: "Leed los mensajes de mi Madre: Fátima, La Salette y otros. Ella ha venido a vosotros para poner en la Tierra una semilla importantísima de Amor y Salvación. Pero del mismo modo para hacer una grave advertencia a los que quieren el triunfo del mal para sí mismos y para los hermanos. “Estos sustentadores del mal”, concluyó, "no tendrán excusa de ninguna clase. Ha habido manifestaciones tales como para alcanzar también a los ciegos y a los sordos".
Ahora el Señor no estaba ya presente junto a mí en aquella forma. El corazón me ardía con un Amor indecible, si bien sus últimas palabras produjeron en mí una sensación de tristeza.
Hubiera querido salir de allí, de aquella habitación, para decir a cada uno, a cada hermano que encontrara por la calle, que era preciso hacer algo.
Recordé también las palabras de Jesús: que ninguno es más que el Maestro. Anoté en mi cuaderno las palabras oídas, como siempre hacía, y me dije que daría con todo el corazón mi humilde contribución a la causa de la salvación de este mundo, confiada a todos los hombres de buena voluntad.

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